El siglo XVII marcó un punto de inflexión en la historia europea. Tras la muerte de Federico II, un monarca de 11 años ascendió al trono de Dinamarca y Noruega. Su reinado, que se extendería por seis décadas, coincidió con tensiones religiosas y ambiciones territoriales que redefinirían el mapa político.
La Guerra de los Treinta Años (1618-1648) representó el escenario donde las potencias protestantes y católicas chocaron. Entre 1625 y 1629, el rey danés lideró una audaz campaña militar contra el Sacro Imperio Romano Germánico. Sus motivaciones mezclaban la defensa del protestantismo con intereses dinásticos en el norte de Alemania.
El ejército movilizado enfrentó desafíos logísticos y rivalidades internas. Aunque contó con apoyo financiero de aliados como Inglaterra, las derrotas clave, como la de Lutter en 1626, debilitaron su posición. La ocupación de Jutlandia por las fuerzas imperiales en 1627 aceleró el declive.
Este capítulo no solo selló el destino de Dinamarca como potencia regional. También demostró cómo las alianzas frágiles y las estrategias militares obsoletas podían alterar el equilibrio de poder en Europa. La Paz de Lübeck (1629) cerró esta fase, pero dejó cicatrices duraderas en la geopolítica continental.
Contexto histórico: Europa antes de la intervención danesa
La Paz de Augsburgo (1555) intentó calmar las tensiones religiosas con su famoso principio: «cuius regio, eius religio». Sin embargo, para 1618 el Sacro Imperio Romano Germánico era un polvorín. La Revuelta Bohemia y la Campaña del Palatinado habían fortalecido a los Habsburgo, alterando el equilibrio de poder.
Los ejércitos protestantes de Mansfeld y Cristián de Brunswick representaban un desafío constante. Tras su retirada a las Provincias Unidas en 1622, saquearon Frisia Oriental y amenazaron la Baja Sajonia. Este territorio albergaba obispados secularizados que la Iglesia Católica quería recuperar.
La situación generó alerta entre los príncipes protestantes. Temían que estas acciones militares rompieran la garantía de Mülhausen, acuerdo que protegía los territorios reformados. Mientras, la Liga Católica, liderada por Maximiliano I de Baviera, movilizaba sus fuerzas para contener el avance.
Este escenario preparó el terreno para la Guerra de los Treinta Años. La región germánica se convirtió en campo de batalla donde convivían ambiciones territoriales, rivalidades dinásticas y conflictos doctrinales. Cada movimiento militar redefinía alianzas y fronteras en tiempo real.
¿Quién fue Cristián IV de Dinamarca?
Un monarca que transformó su época con 60 años de gobierno. Ascendió al trono en 1588, cuando aún era un niño de 11 años, marcando el inicio de una era de cambios en Escandinavia.
Su control sobre Noruega se consolidó con acciones concretas. Tras el incendio de Oslo en 1624, reconstruyó la ciudad y la rebautizó como Cristianía. Este proyecto urbanístico demostró su visión de territorio organizado, aunque el nombre original regresaría décadas después.
- Riqueza estratégica: Impuestos del estrecho del Sund lo ubicaron como tercer hombre más acaudalado de Europa
- Poder centralizado: Controlaba directamente el 50% de las tierras danesas, reduciendo influencia nobiliaria
- Legado arquitectónico: Fundó ciudades y fortalezas que aún definen el paisaje nórdico
Su mando militar se financiaba con recursos propios. «El dominio del Báltico no es ambición, sino destino», declaró al expandir su flota. Esta política de control marítimo buscaba posicionar a Dinamarca como potencia en el norte europeo.
La Reforma Luterana le otorgó herramientas únicas. Al confiscar tierras eclesiásticas, el rey danés fortaleció su autoridad sin depender de asesores. Este sistema permitió movilizar al ejército con rapidez cuando las crisis lo exigían.
Su reinado, aunque prolongado, terminó en 1648 con más sombras que luces. Los conflictos bélicos y rivalidades regionales limitaron sus ambiciones, dejando un legado complejo para la posteridad.
Intereses dinásticos de Cristián IV en el Sacro Imperio
La búsqueda de poder en el Sacro Imperio no fue solo religiosa, sino familiar. Como duque de Holstein, el monarca ejercía derechos feudales que lo vinculaban directamente a la estructura política germánica. Este estatus le permitía intervenir legalmente en disputas territoriales, justificando sus acciones ante la corte imperial.
Tres herederos varones marcaron su estrategia. Siguiendo principios luteranos de deber paternal, buscó para ellos cargos eclesiásticos estratégicos. En 1623, dos hijos menores ya ocupaban obispados en Verden y Schwerin, posiciones que garantizaban influencia en el norte de Alemania.
La ocupación de Bremen en 1603 reveló su audacia. Aunque obligado a retirarse temporalmente, mantuvo pretensiones sobre la ciudad. Años después, durante el conflicto sueco-imperial, logró instalar a su vástago Federico como administrador del arzobispado.
Este juego de poder respondía a dos objetivos: asegurar rutas comerciales en la Baja Sajonia y contener a Suecia. El control de puertos estratégicos evitaba que rivales escandinavos monopolizaran el comercio báltico, preservando la hegemonía danesa en la región.
Los paladines protestantes: Mansfeld y Cristián de Brunswick
En el turbulento escenario de la Guerra de los Treinta Años, dos líderes emergieron como defensores de la causa protestante. El conde Ernesto de Mansfeld y el duque Cristián de Brunswick reorganizaron sus tropas en las Provincias Unidas tras las derrotas iniciales. Con apoyo financiero inglés, reunieron un ejército de 7.000 hombres dispuestos a desafiar al poder imperial.
Mansfeld tenía órdenes de avanzar hacia el Palatinado Renano para restaurar a Federico V. Sin embargo, prefirió quedarse en los Países Bajos, participando en el sitio de Breda. «La estrategia debe adaptarse como el curso de un río», declaró al justificar su cambio de planes. Para octubre de 1625, movilizó 10.000 soldados hacia Westfalia, uniendo fuerzas con el monarca escandinavo.
La caballería de Brunswick complementó esta maniobra con tres regimientos. Juntos, sus ejércitos representaban una amenaza inmediata. Los príncipes protestantes de Baja Sajonia temían represalias, pues su presencia violaba acuerdos de neutralidad. Mientras tanto, el general Tilly enfrentaba un dilema: la peste y la falta de provisiones habían reducido sus fuerzas a niveles críticos.
Este tiempo de vulnerabilidad imperial permitió a los protestantes ganar terreno. Sin embargo, la alianza mostraba fisuras: Mansfeld operaba con autonomía, y los recursos ingleses llegaban con irregularidad. La guerra entraba en una fase donde la movilidad y el suministro decidirían el curso de los combates.
Cristián IV (intervención danesa): causas y preparativos
Francia activó sus redes diplomáticas en 1625 para contrarrestar a los Habsburgo. El monarca escandinavo recibió promesas de subsidios y respaldo político, aunque París evitaba compromisos directos. «La ambición debe vestirse de oportunidad», escribió un consejero francés al justificar este apoyo discreto.
La presencia de tres comandantes en el norte alemania encendió las alarmas. Mansfeld operaba cerca de Frisia, mientras Tilly avanzaba hacia el Elba. Para marzo de 1625, el rey danés maniobró políticamente: buscó el cargo de coronel del Círculo de Baja Sajonia. Este puesto le permitiría reclutar tropas legalmente bajo pretexto defensivo.
La resistencia de los príncipes locales no se hizo esperar. Eligieron a Federico Ulrico, sobrino del monarca, quien rechazó apoyar operaciones bélicas. Tras presiones intensas, el duque renunció en mayo. La nueva elección dio el control militar al estratega nórdico.
- 7.000 nuevos reclutas se unieron a 20.000 veteranos
- Financiación dependiente de subsidios ingleses y holandeses
- Movilización hacia Nienburg en junio de 1625
El ejército avanzó sin respaldo unánime. La nobleza danesa rechazó financiar la campaña, obligando al monarca a usar su fortuna personal. Mientras, Fernando II emitía decretos prohibiendo ayuda a las fuerzas escandinavas, aunque mantuvo formalmente la Paz de Augsburgo.
La respuesta imperial: Tilly y Wallenstein
El Imperio contraatacó con dos estrategias complementarias. Johann Tilly, veterano de la guerra contra los turcos, dirigía las fuerzas imperiales de la Liga Católica. Su experiencia contrastaba con el ascenso meteórico de Albrecht von Wallenstein, un noble bohemio cuyo poder crecía a la sombra del emperador.
Wallenstein transformó las reglas del combate. Tras convertirse al catolicismo en 1606, acumuló riquezas mediante préstamos al trono y confiscaciones de tierras. «Un ejército se alimenta con botines, no con promesas», declaró al organizar sus primeras tropas. Para 1625, reclutó 24.000 hombres usando métodos innovadores:
- Financiación autónoma mediante impuestos en zonas ocupadas
- Movilización rápida de mercenarios profesionales
- Suministros garantizados por redes logísticas propias
En menos de un año, su ejército superó los 70.000 efectivos. Esta máquina bélica operaba sin depender del tesoro imperial, explotando sistemáticamente los territorios conquistados. Mientras Tilly contenía avances en el frente occidental, Wallenstein estrangulaba las rutas de suministro enemigas.
La colaboración entre ambos generales creó una tenaza estratégica. Sus fuerzas combinadas superaban en número y recursos a cualquier contrincante. Este mando dual permitió al Sacro Imperio Romano Germánico recuperar la iniciativa en 1626, marcando un giro decisivo en el conflicto.
La Batalla del Puente de Dessau: primer revés para los daneses
El cruce del río Elba se convirtió en escenario de un choque decisivo el 25 de abril de 1626. Albrecht von Wallenstein, líder de las fuerzas imperiales, transformó el puente de Dessau en una fortaleza impenetrable. Sus 20.000 soldados excavaron trincheras y colocaron cañones en posiciones elevadas, anticipando el movimiento enemigo.
El conde Mansfeld avanzó con 12.000 hombres apoyados por el rey danés. Su objetivo: controlar este punto estratégico hacia los Países Bajos. Al intentar cruzar, chocaron contra las defensas de Johann von Aldringen. «Ni diez ejércitos quebrantarían estas murallas», escribió un testigo sobre las barricadas imperiales.
La artillería de Wallenstein diezmó a los atacantes. Cuando llegaron refuerzos desde Aschersleben, la retirada se volvió caótica. Mansfeld perdió 4.000 hombres antes de huir hacia Silesia. Su ejército se disolvió meses después en los Balcanes, donde murió sin lograr alianzas.
- Fortificaciones inteligentes: trincheras en zigzag y cañones ocultos
- Movimientos rápidos: Wallenstein coordinó tropas en tres frentes
- Consecuencias estratégicas: control imperial del norte de Alemania
Esta derrota marcó un giro en la guerra treinta años. Wallenstein envió 8.000 efectivos a Tilly, consolidando su dominio sobre el campo batalla. El puente de Dessau demostró cómo la preparación táctica podía superar la ventaja numérica.
La decisiva Batalla de Lutter
El 27 de agosto de 1626, los bosques de Baja Sajonia vibraron con el choque de 20.000 hombres en cada bando. La Batalla de Lutter definió el rumbo de la guerra treinta años, sellando el destino de la campaña militar escandinava. Tres meses antes, el monarca había recibido 5.000 refuerzos ingleses y holandeses, pero la estrategia defensiva dejó vulnerables sus posiciones clave.
Las fuerzas imperiales, bajo el mando de Tilly, aprovecharon un error táctico crucial. Mientras el rey coordinaba suministros en retaguardia, el príncipe Felipe atacó sin autorización la artillería enemiga. «La disciplina se rompe con la ambición juvenil», registraría después un cronista sobre la acción desordenada.
La superioridad numérica inicial danesa se esfumó cuando 4.300 refuerzos imperiales rodearon sus flancos. Los bosques cercanos permitieron movimientos envolventes que fracturaron las líneas defensivas. En seis horas, el ejército perdió 3.000 soldados y toda su artillería pesada.
Las consecuencias fueron inmediatas. Las tropas supervivientes retrocedieron hacia Verden, abandonando Hannover y Bremen. Esta derrota estratégica aceleró la posterior ocupación de Jutlandia, marcando el principio del fin para las ambiciones en el sacro imperio.
El asedio de Stralsund: límites del poder imperial
El poder imperial enfrentó su prueba definitiva en 1628. Wallenstein, ya duque de Mecklemburgo, recibió un título grandioso: «general de toda la flota imperial y señor del Atlántico y del Báltico». Sus tropas controlaban Wismar y Rostock, puertos clave para el comercio báltico.
El conde-duque de Olivares vio aquí una oportunidad. Su plan buscaba unir ciudades comerciales bajo dominio Habsburgo para estrangular a los Países Bajos. «Quien domina el mar controla el oro», afirmaban sus consejeros. Pero Wallenstein rechazó colaborar: el Báltico era su región exclusiva.
El 4 de mayo comenzó el asedio a Stralsund. Esta ciudad hanseática, rica y estratégica, recibió apoyo militar de Dinamarca y Suecia. Hans Georg von Arnim dirigió el ataque imperial con 15.000 soldados, pero las murallas resistieron bombardeos diarios.
La artillería abrió brechas, pero los defensores las reparaban de noche. Tres meses de combates mostraron los límites del ejército imperial. La falta de una flota eficaz y las rivalidades internas debilitaron el cerco.
El 4 de agosto, Wallenstein ordenó la retirada. Stralsund se mantuvo libre, demostrando que ni el poder militar ni las alianzas garantizaban el control absoluto. Este fracaso marcó el inicio del declive imperial en el norte europeo.
La ocupación de Jutlandia y la amenaza al corazón de Dinamarca
Las victorias imperiales en Dessau y Lutter abrieron paso a una ofensiva sin precedentes. Wallenstein movilizó su ejército hacia el norte, ocupando Mecklemburgo y Pomerania en 1627. Para febrero de 1628, sus tropas controlaban ya la península de Jutlandia, llevando el conflicto al territorio danés.
La capital en Seeland quedó fuera de alcance. Sin una flota capaz, el general imperial no pudo cruzar el Báltico. «El mar separa sueños de realidades», comentaría un cronista sobre este límite estratégico. Los puertos hanseáticos y polacos negaron apoyo naval, frustrando planes de invasión.
Mientras, las fuerzas danesas retrocedían quemando aldeas para ralentizar el avance enemigo. Abandonaron Hannover pero mantuvieron Wolfenbüttel como último bastión. Tilly aprovechó para consolidar el control en Bremen y presionar a Brandeburgo, obligándolo a reconocer a Maximiliano de Baviera como elector.
- Expansión imperial récord: desde Italia hasta el Báltico
- Problemas logísticos: tierras saqueadas no daban recursos
- Agotamiento militar: soldados sin alimentos ni energía
Este momento marcó el cenit del poder imperial en la guerra treinta años. Sin embargo, la falta de suministros y la resistencia sueco-danesa empezaron a revertir la situación. La alianza con Gustavo II Adolfo de Suecia cambiaría pronto las reglas del juego en la región.
La Paz de Lübeck: fin de la intervención danesa
El tratado que selló el destino de Dinamarca en 1629 emergió de un escenario bélico agotador. Tras cuatro años de derrotas ante los ejércitos imperiales, el rey danés aceptó negociar en Lübeck. Las fuerzas de Tilly y Wallenstein controlaban Jutlandia, amenazando el corazón del reino.
El acuerdo del 22 de mayo devolvió los territorios ocupados a Dinamarca, pero con condiciones duras. Renunció a intervenir en el Sacro Imperio Romano Germánico y abandonó sus alianzas con los príncipes protestantes. Aunque conservó influencia en Bremen, perdió derechos sobre obispados clave.
Fernando II aprovechó este momento para fortalecer su poder. Con los Estados protestantes neutralizados, promulgó el Edicto de Restitución en marzo de 1629. Este ordenaba devolver propiedades eclesiásticas a la Iglesia Católica, revirtiendo logros de la Paz de Augsburgo.
Las conversaciones en Colmar fracasaron por exigir indemnizaciones al Palatinado. Wallenstein, tras victorias como Wolgast (1628), presionó hasta lograr términos favorables al imperio romano. La retirada danesa marcó el fin de la segunda fase de la guerra de los treinta años, pero abrió paso a un nuevo contendiente: Suecia.
Consecuencias de la intervención danesa en la Guerra de los Treinta Años
El fracaso militar danés entre 1625 y 1629 redibujó el mapa político europeo. El sacro imperio consolidó su dominio bajo Fernando II, quien aprovechó para imponer el Edicto de Restitución. Este documento anulaba décadas de avances protestantes, reviviendo tensiones religiosas.
La retirada de Dinamarca dejó un vacío que Suecia ocupó con rapidez. Gustavo II Adolfo desembarcó en Pomerania en 1630, iniciando una campaña que convertiría a su nación en potencia hegemónica. «El Báltico tiene nuevos dueños», comentaron mercaderes de los Países Bajos ante el giro estratégico.
La guerra treinta años reveló un dato crucial: sin flotas eficaces, las victorias terrestres perdían valor. Wallenstein fracasó en crear una armada imperial, limitando su influencia sobre ciudades costeras. Este detalle permitió a Stralsund resistir y mantuvo a Dinamarca fuera de invasiones navales.
El conflicto transformó líderes militares en figuras políticas. Wallenstein, ascendido a duque de Mecklemburgo, controlaba tierras equivalentes a reinos menores. Sus métodos de financiación mediante saqueos marcaron un precedente peligroso para el equilibrio de poder.
Las consecuencias humanas fueron brutales. La Baja Sajonia perdió el 40% de su población. Aldeas enteras desaparecieron bajo el paso de los ejércitos, y campos fértiles se convirtieron en tierras yermas. Esta devastación retrasó la recuperación económica de la región por décadas.
La paz de Lübeck (1629) salvaguardó territorios daneses, pero enterró sus ambiciones germánicas. El rey mantuvo Bremen, pero Suecia controlaba ahora los accesos al Báltico. Los subsidios extranjeros demostraron su fragilidad cuando Inglaterra retiró apoyo financiero en momentos críticos.
El legado de Cristián IV tras su aventura imperial
El largo reinado de seis décadas dejó un legado contradictorio. Aunque consolidó el control sobre Noruega y reconstruyó Oslo tras el incendio de 1624, su política exterior fracasó estrepitosamente. La ciudad renacida como Cristianía simbolizó su ambición, aunque su nombre original regresaría décadas después.
La derrota en la guerra de los Treinta Años (1625-1629) marcó un punto de inflexión. El rey danés perdió influencia en el norte de Alemania, donde buscaba obispados para sus hijos. Suecia, otrora subordinada, emergió como potencia hegemónica tras sus victorias militares.
Sus últimos años estuvieron teñidos de amargura. La paz de Lübeck (1629) salvó territorios, pero agotó las arcas reales. En 1643, una nueva guerra contra Suecia por rivalidad terminó en desastre, confirmando el declive danés frente al ascenso sueco.
Su legado arquitectónico contrasta con sus fracasos bélicos. Palacios, fortalezas y proyectos urbanos aún definen el paisaje nórdico. Sin embargo, el poder danés en el Báltico nunca recuperó su esplendor anterior, dando paso a una nueva era en la región.
Deja una respuesta